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Ni ejemplaridad ni honradez ni austeridad

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La Ley de Transparencia no quiere regalos "que superen los usos habituales, sociales o de cortesía". Ilustración: Bayuela.

La Ley de Transparencia no quiere regalos «que superen los usos habituales, sociales o de cortesía». Ilustración: Bayuela.

Con la que está cayendo bien podríamos tener un anticipo del Título II de la Ley de Transparencia, que se refiere al Buen Gobierno (¿por qué “gobierno” con mayúscula?). Alude a los altos cargos de la Administración (de todas las administraciones) y lo traigo aquí para que el personal se vaya empapando. En su artículo 23.2 dice que [las personas comprendidas en el ámbito de aplicación de este Título] adecuarán su actividad a los siguientes principios éticos:

1. º Actuarán con transparencia en la gestión de los asuntos públicos, de acuerdo con los principios de eficacia, economía y eficiencia y con el objetivo de satisfacer el interés general.

2. º Ejercerán sus funciones de buena fe y con dedicación al servicio público, absteniéndose de cualquier conducta que sea contraria a estos principios.

3. ºRespetarán el principio de imparcialidad, de modo que mantengan un criterio independiente y ajeno a todo interés particular.

4. º Asegurarán un trato igual y sin discriminaciones de ningún tipo en el ejercicio de sus funciones.

5. º Actuarán con la diligencia debida en el cumplimiento de sus obligaciones y fomentarán la calidad en la prestación de servicios públicos.

6. º Mantendrán una conducta digna y tratarán a los ciudadanos con esmerada corrección.

7. º Asumirán la responsabilidad de las decisiones y actuaciones propias y de los organismos que dirigen, sin perjuicio de otras que fueran exigibles legalmente.

Los principios de actuación son los que siguen:

1. º Desempeñarán su actividad con plena dedicación y con pleno respeto a la normativa reguladora de las incompatibilidades y los conflictos de intereses.

2. º Guardarán la debida reserva respecto a los hechos o informaciones conocidos con motivo u ocasión del ejercicio de sus competencias.

3. º Pondrán en conocimiento de los órganos competentes cualquier actuación irregular de la cual tengan conocimiento.

4. º Ejercerán los poderes que les atribuye la normativa vigente con la finalidad exclusiva para la que les fueron otorgados y evitarán toda acción que pueda poner en riesgo el interés público, el patrimonio de las Administraciones o la imagen que debe tener la sociedad respecto a sus responsables públicos.

5. º No se implicarán en situaciones, actividades o intereses incompatibles con sus funciones y se abstendrán de intervenir en los asuntos en que concurra alguna causa que pueda afectar a su objetividad.

6. º No aceptarán para sí regalos que superen los usos habituales, sociales o de cortesía, ni favores o servicios en condiciones ventajosas que puedan condicionar el desarrollo de sus funciones. En el caso de obsequios de una mayor relevancia institucional se procederá a su incorporación al patrimonio de la Administración Pública correspondiente.

7. º Desempeñarán sus funciones con transparencia.

8. º Gestionarán, protegerán y conservarán adecuadamente los recursos públicos, que no podrán ser utilizados para actividades que no sean las permitidas por la normativa que sea de aplicación.

9. º No se valdrán de su posición en la Administración para obtener ventajas personales o materiales.

El caso es que ya existe un Código de Buen Gobierno de los miembros del Gobierno [sic] y de los altos cargos de la Administración General del Estado (2005), que se lo debemos al que fue ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, quien lo hizo bastante bien, por cierto. Este Código trae una serie de principios éticos y de conducta que más adelante desarrolla. Así, objetividad, responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, eficacia, accesibilidad, igualdad entre hombres y mujeres, todos ellos recogidos en la Ley de Transparencia. Y sin embargo, hay algunos principios que se citan en este Código y que se han caído en el refrito de la ley que se tiene que aprobar: integridad, neutralidad, ejemplaridad, austeridad y honradez.

Dice el filósofo Javier Gomá (Ejemplaridad pública: 2009) que «en una sociedad justa cumplir la ley es condición necesaria, pero no suficiente«. Este Buen gobierno que se nos anuncia se refiere, sanciones incluidas, al cumplimiento de la ley, pero descuida una ejemplaridad exigible a unos cargos financiados con dinero público. Más completo sigue siendo el Código de Conducta que recoge el Estatuto básico del empleado público (artículos 52-54).

Esta especie de vademécum, o código de buen gobierno descafeinado, con lecciones de urbanidad incluidas («tratarán a los ciudadanos con esmerada corrección«) casi parece un chiste flojo. Con la que está cayendo.

Hemorragia legislativa: la repetición como norma

Son veinte boletines oficiales con más de un millón de páginas impresas en 2012. Ilustración: Bayuela.

Son veinte boletines oficiales con más de un millón de páginas impresas en 2012. Ilustración: Bayuela.

En España hay diecinueve boletines oficiales (17 comunidades autónomas, además de Ceuta y Melilla), que suman veinte con el Boletín Oficial del Estado (BOE). Como lo que regulan esos diarios oficiales son las materias legislativas transferidas, nos salen como mínimo, y por ejemplo, 17 leyes de caza y pesca. Aunque lo mismo podría decir de la sanidad, o del turismo, o de la educación (artículo 148 de la Constitución Española). Un auténtico galimatías con sus correspondientes desarrollos normativos.

Traigo esto a cuento porque he leído en estos días que en España hay en vigor unas cien mil leyes (67 000 de carácter autonómico). Y es que la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) ha reclamado al Gobierno que restaure la unidad de mercado. La proliferación de normas jurídicas solo encarece los procesos de fabricación, lo que añade más problemas a los empresarios. Se supone que la inseguridad jurídica es propia de países en desarrollo. Nosotros somos un país civilizado donde la seguridad jurídica tiene ¿diecisiete?, ¿diecinueve? versiones. Estima la CEOE que para 2012 se habrán imprimido en la veintena de diarios oficiales alrededor de ¡un millón doscientas mil páginas! Y yo digo: ¿quién escribe todo eso?

El académico Gregorio Salvador, en su artículo “Observaciones sobre el lenguaje de la Administración pública” (EPOS: 1990), denuncia que “la repetición como norma, el plagio como método” constituyen el fundamento del discurso administrativo. Normal. Si tomo como ejemplo la Ley orgánica para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres, me voy a encontrar con una Ley de Igualdad del País Vasco, de Andalucía, del Principado de Asturias, etcétera. Entonces se impone el copia-pega, con matices: el lenguaje administrativo no admite la creatividad, pero como hay tantas leyes que vienen a decir lo mismo, algo de creatividad se cuela. Y luego, que se copia mal.

Gregorio Salvador lo explica así:

Y lo peor es cuando se varía algo, porque entonces surgen las contradicciones dentro del mismo texto, que ordena, a lo mejor, en su artículo once lo contrario de lo establecido por el artículo siete. Y, en lo que a nosotros nos afecta, lo malo es cuando se quiere enmascarar el plagio con variaciones de redacción que, intercaladas aquí y allá, suelen hacer el texto absolutamente ininteligible.

A veces aparecen cosas publicadas con errores o inapropiadas en el tiempo, que se reproducen de unos boletines a otros. Muy comentado fue el caso de las oposiciones para bombero que excluían a los candidatos que tuvieran un “amaneramiento marcado”. La convocatoria se publicó en el Boletín Oficial de Castilla y León (BOCYL). Alguien lo denunció y resultó que así se venía publicando desde hacía por lo menos ¡diecisiete años! y en multitud de boletines de comunidades autónomas y ayuntamientos. Vicios de la Administración.

«Persona con discapacidad», no «minusválido»

Una persona con discapacidad es una persona con capacidades diferentes (ilustración Bayuela).

Discapacidad y persona con discapacidad son los términos aceptados internacionalmente para quienes tienen “déficits, limitaciones en la actividad y restricciones en la participación” (RD 1856/2009, de 4 de diciembre). [Lo de “restricciones en la participación” viene así en el real decreto, sin más aclaraciones.] El 3 de diciembre es el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, tal y como proclamaron las Naciones Unidas en 1992.

En España el uso de “persona con discapacidad” es obligado en los textos normativos desde el 1 de enero de 2007 (Disposición adicional octava. Terminología. Ley 39/2006, de 14 de diciembre). Se sustituyen así los términos minusválido y persona con minusvalía, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) decidió abandonar en 2001, por su “connotación peyorativa”. Discapacidad es también el término elegido por la Asamblea General de la ONU en el Primer Tratado Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad, aprobado en 2006. Queda muy atrás la norma que suprimía para los textos de la Administración los términos subnormalidad y subnormal (RD 348/1986, de 10 de febrero). Estos términos se sustituían, en aquel momento, por minusvalía y persona con minusvalía.

El término minusválido está en retroceso (394.000 resultados al teclear la palabra en Google) frente a discapacitado (3.380.000 resultados al teclear la palabra en Google). Discapacidad sustituye del mejor modo posible sinónimos como deficiencia, anormalidad o minusvalía. Quien presente una determinada discapacidad será una persona con discapacidad, lo que en todo caso se podría concretar como discapacidad física, intelectual o enfermedad mental, sea cual sea el grado de discapacidad o de enfermedad. Están en desuso términos como invalidez, inválido, minusvalía, minusválido, loco, invidente, cojo, subnormal, anormal, tullido, mutilado, tarado, etcétera. Todo esto, claro, referido siempre al lenguaje administrativo y a un uso de respeto, lo que no tiene nada que ver con la literatura, por ejemplo.

Uso de respeto, sí. Lo que no equivale, o no debe equivaler, a lenguaje neutro o políticamente correcto. Que son parecidos, pero no es lo mismo. Hay una raya tenue que estará, seguro, en el sentido común. En el esperpento del lenguaje políticamente correcto se puede sustituir feo, por cosméticamente diferente; pobre, por económicamente explotado, aunque sí nos encontraremos con persona en situación de precariedad; o dentadura postiza, por dentición alternativa. Son solo unos ejemplos, pero hay muchos, muchos… En el lenguaje administrativo todo parte del fenómeno de la cortesía, lo que lleva al empleo de eufemismos o de perífrasis. Se sustituyen las palabras por las definiciones de las palabras. Un cartero es un auxiliar técnico de clasificación y reparto, o una portera es una controladora de accesos. Para que gane lo aceptable socialmente pierde la comunicación eficaz.

El concepto que se utilizará para las personas de capacidades diferentes en las comunicaciones será discapacidad. Como regla general, escribiremos persona sorda (no sordo) o persona sordociega (no sordociego). También persona de talla baja (no enano). Tartamudo y tartamudez, sí; pero no tartaja. Lengua de signos, sí; pero no lenguaje de signos. En la expresión escrita —siempre dentro del registro formal— evitaremos los verbos padecer, sufrir, aquejar, referidos a la discapacidad. Utilizaremos mejor verbos neutros, como presentar, tener, manifestar, concurrir, etcétera, que no prejuzgan el hecho de tener una discapacidad.

*Las personas que padecen síndrome de Down
Las personas que tienen síndrome de Down

*Hay gente que sufre el trastorno bipolar
Hay gente que presenta trastorno bipolar

*Aquejada de parálisis cerebral
Manifiesta parálisis cerebral

Por otra parte está el asunto de la accesibilidad en la documentación administrativa:

Los documentos e impresos estarán redactados con un lenguaje simple y directo, sin que se utilicen siglas o abreviaturas. Los documentos básicos de información de uso más habitual deberán contar con versiones simplificadas para personas con discapacidades intelectuales o problemas de comprensión escrita. (Art. 13.1 del RD 366/2007, de 16 de marzo).

Dependencia es el término habitual de la última legislación española para referirse a personas que, por razones derivadas de la edad, la enfermedad o la discapacidad, precisan de la atención de otras para sus actividades básicas en la vida diaria. Persona dependiente incluirá a un anciano o a un niño que, en un momento dado, pueden depender de la asistencia o de la ayuda de alguien.